El canil

Juan Carlos Skewes
Hace algunos meses se habilitó un canil en nuestra plaza. 
A pesar de la expansión inmobiliaria - o por ella misma - no tardó la plaza en convertirse en lugar de encuentro para perros, primero, y para seres humanos, luego. 
Por las calles aledañas de un barrio del centro sur de la ciudad, los perros apuran a sus dueños y dueñas para entrar al canil. Conviven aquí estudiantes, profesionales y empleados de provincia, con venezolanos recientemente llegados al país, residentes antiguos de un barrio en transformación, y otavaleños que comparten piezas de inmuebles que esperan su demolición para dar lugar a los nuevos edificios, muchos de ellos ya en construcción. 
Los perros son de todas las razas y sus dueñas y dueños, venidos de la provincia, de Santiago o del extranjero, a juzgar por los animales y las apariencias, llevan un buen pasar. Al advertir la llegada de un nuevo perro al canil, se alborotan los demás. Examinan al que se incorpora y, tras olfatearse recíprocamente, le unen a uno de sus varios grupos. Luego, sus dueños comienzan a saludarse con una sonrisa forzada pero al cabo de unos días aprenden a reconocer los nombres de las perras y perros que frecuentan el canil, compartiendo después los juegos y juguetes de sus cachorros.
Con la movilización social, el canil adecuó sus horarios de modo que, al acercarse la hora del toque de queda, comenzaba a despejarse de sus visitas diarias. Desde el otro lado de la calle, un pelotón de soldados, a cargo de la custodia de la Estación del Metro, contempla el cambio de ocupantes en la plaza. Un padre con su pequeña de no más de cinco años y una bandera chilena en la espalda daba el vamos al cacerolazo. “Para que desde chiquita aprenda a luchar por la libertad”, dice lleno de orgullo. Su abuela cacerolea en la otra cuadra. Luego se suman algunos jóvenes y uno que otro anciano. Los soldados y carabineros se posicionan frente a sus potenciales adversarios. 
La proximidad del toque estimula la euforia y ya transgredido el Estado de Excepción se intensifica el lazo comunitario. Hay complicidades y nuestras de apoyo mutuo entre peatones, automovilistas y bicicleteros, aunque las redes sociales se hace sentir el grito virtual de una vecina: "Desconsiderados, no dejan dormir a mis hijos". "Por el futuro de ellos es que estamos luchando", réplica alguien, cosechando con su respuesta un like.
A la hora y medio del toque, un par de jóvenes insulta a la tropa. Es evidente que los soldados tienen orden de no responder. Un coro de protestantes alienta su rebeldía pero varios les invitan a calmarse. "Córtala comunista, concha de tu madre", grita alguien de un cuarto piso. "Ven a pelear acá abajo”, lo encara alguien del grupo. Nada pasa. El cansancio termina con la revuelta, mientras, junto al canil vacío, en la plaza ya se ha dormido en su carpa un hombre de la calle.

Al atardecer del día siguiente, el canil recibe una nueva visita. Por primera vez un soldado ha roto filas para, a través del cerco, alivianar su jornada junto a una joven cuyo perro, sin importarle, merodea entre sus pares. 

Foto por JC Skewes

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