El lazo solidario que resiste al neoliberalismo desde la calle, la sociedad bicarbonatada.


Julio Peña Barriga
Magíster en Antropologías Latinoamericanas

“¡Aprovechen chiquillas, vayan a saquear si hay puros productos L'Oréal, aprovechen nomas!” señalaba vívido y campante un jovencito que no superaba el metro con cincuenta centímetros, muy rubio y muy blanco. A su vez, no superaba los doce años mientras llevaba su carro en medio de la calle Marcoleta. En la vereda norte y arrinconado hacia la fachada de un edificio se encontraba un hombre adulto, hincado en el piso con más champú de los que podía cargar con sus manos, también L'Oréal: “Vecina, me da una bolsa por favor”, y permutó una por un champú, logrando así seguir su trayecto. La imagen era clara, como sus rostros limpios, sin capuchas, sin escondites, indicando claramente que, como yo, son gente de a pie bajo el sol de las tres de la tarde en el sexto día de protestas.
Al desembocar la caminata hacia la avenida Santa Rosa, la escena de entrada es sumamente potente. Desde la esquina con la Alameda, los sonidos de los perdigones disparados a los cuerpos y los racimos de lacrimógenas escopeteados por las fuerzas especiales, dominan al ambiente y capturan rápidamente los sentidos. El piquete de uniformados resguardado con tres zorrillos, un guanaco y dos vehículos para el traslado de los futuros detenidos, se dedicaba a intercambiar en el cielo su fuego con las piedras de los manifestantes, quienes se suministraban del rústico armamento desmenuzando el cemento de la avenida. Tomando piedras y pastelones con ambas manos sobre la cabeza y arrojándolos al piso con fuerza, buscaban devolver el cemento a su forma rocosa, mineral, de forma tal que el fragmento cosechado sea dócil a las manos, pero también cómodo al arqueo los brazos para el lanzamiento, desnudo de cualquier artefacto. La Biblioteca Nacional, arquitectura espectadora, patrimonial y bicentenaria, acogía a los cuerpos escondidos de los 4 lanza-piedras, y junto a ellos al centenar de manifestantes que provistos con cacerolas y pancartas intentaban avanzar hacia la Moneda. 
El humo manado de los escopetazos, cumple inagotable con su oficio de estimular los lagrimales mediante la exaltación de las vías respiratorias, irritadas por los ardientes químicos disuasivos que penetran por boca y nariz cancelando toda tentación de autodefensa. “¡Agua, aquí hay agua!”, “¿te rocío?” comienza a escucharse desde distintas voces dentro del mar de gente, a la vez que comienza a expandirse el humo y descontrolarse las lágrimas. Ante algunas caras confundidas por el ofrecimiento de agua, ya que el saber popular indica que el agua solo empeora el efecto de la lacrimógena, viene el complemento oportuno de otro saber de la resistencia popular: “es con bicarbonato”. Al disponerse uno a aceptar la generosa ofrenda y lavarse el rostro con ella, se entiende que la única agua bendita en la calle es con bicarbonato: se ve lo que antes no se veía, y se tiene el alivio solidario de no estar solo en la ciudad, gracias a esa otredad salvadora que facilitó la mezcla aliviante. 
Las dos escenas ocurridas en Marcoleta y Santa Rosa, hacen un contraste perfecto de las prácticas sociales que se ponen en juego en las calles durante estos días de protesta. Lo que los marchantes vivimos en cada jornada, da cuenta de la germinación ecológica de los lazos de solidaridad que, sin duda, se fueron tejiendo día a día por las calles del -ahora un poco más- Chile nuestro. Es que junto al terror que animan las escenas de violencia social y de Estado tan difundidas los primeros días por la televisión – que incluían mayoritariamente saqueos, incendios y organizaciones vecinales de autodefensa contra otros alienígenas imaginarios- la pérdida generacional del miedo a la militarización de las calles y a las restricciones autoritarias de nuestros derechos, fundaron paradójicamente lazos sociales vinculantes que, resistentes a los perdigonazos y la lacrimogenización de la calle, en su violencia fueron el fertilizante de una solidaridad aún más potente y vinculante que las armas: la del agua con bicarbonato. 
Porque la cuestión exige confianza. Exige saber. Y exige estar ahí, con el cuerpo dispuesto y el espíritu arrojado. Y finalmente el asunto se transforma en conocimiento, en aquella lección que indica que en cada cuadra habrá alguien con la bendita agua dispuesta a compartirla contigo, por el solo hecho de estar ahí en la misma sintonía, la del ciudadano que como decía Violeta “mientras más injusticias, señor fiscal, más fuerza tiene mí alma para cantar”. Y es que el gesto humano de compartir el agua en las calles no solo se da en las maratones: al salir, de seguro estarán allí las vecinas y los vecinos del barrio por donde transita la protesta, las personas de organizaciones sociales, o simples ciudadanos empáticos que se dieron el trabajo de preparar la formula con la cual poder asistir al otro afectado y también a ellos mismos. Y cuando llega el humo, se ven correr con botella en mano o con el agua simple para aquietar la sed, alentándote en ese gesto social a continuar ahí, en la calle, exigiendo dignidad. Y eso es un aprendizaje que se marca a fuego. Y por eso hay que darles las gracias, por la pedagogía de la resistencia, del ardor y del alivio. Es en ese gesto, que la violencia de la lacrimógena ha devenido en una solidaridad que, desde la calle, hoy permite mirar desafiante a la cara de un neoliberalismo que ha exaltado en su versión experimental chilena el individualismo, la codicia de la mercancía, la búsqueda del bienestar personal por sobre el colectivo, la discriminación de las pieles. La sociedad del bicarbonato, hoy ha permitido plantar cara a los fuertes procesos de neoliberalización instalados, formando un lazo social que resiste a la toxicidad disuasiva de los gases con que nos violentan desde el Estado, en base a un código de solidaridad. 

Esperemos que el bicarbonato siga haciendo su efecto gastro-político de aumentar la masa, donde pasemos del perdón del presidente por declararnos unilateralmente en guerra, esa imaginaria, con alienígenas incluidos, pero que se materializó en lo real como violencia de Estado, para erigirnos en una sociedad donde las fuerzas armadas y militares funcionen al alero de coordinaciones civiles que, como se han visto, hoy son necesarias y urgentes para no seguir doliendo muertes ni tratos vejatorios. Sigamos sin bajar la mirada a ese neoliberalismo del cual nuestras oligarquías, impotentes e incapaces de generar riqueza para todos, se han servido hasta el hastío los privilegios, y también otros chocolates. No contaban con que el bicarbonato, en su red solidaria, pudo más. Que no se nos desinfle la masa. Deberán incluirse otros ingredientes y, deberemos seleccionarlos con cuidado para edificar la asamblea constituyente que todos merecemos. No quiero ver a nuestra gente más preocupada de llevarse el L'Oréal, mientras otros siguen acaparando todos los manjares. ¡A no dejar las calles todavía! hay que conquistar la paz. Eso debe ser irrenunciable. 

Foto por Francisca Márquez

Comentarios