Comenzó la insurgencia

18 de Octubre.
Por Danae González Correa. 
Antropóloga.
Me encontraba a las afueras del metro Universidad de Chile, y Santiago, a las 18:00 horas, ya no era el de antes, iba caminando por el Paseo Ahumada, cuando me topé con la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, visualicé centenares de personas caminando en dirección a La Moneda, quienes, no necesariamente se dirigían al palacio presidencial, solo lo escribo como un punto de referencia. Vallas papales en el bandejón central de la alameda, y el olor a gas lacrimógeno suspendido en el aire, la gente transitaba y estornudaba, otros, lagrimeaban; el sonido de los tacones de mujeres vestidas de oficina con pañuelos en sus narices, caminando al unísono, y algunos hombres sin polera que reían y se potenciaban a “ir a darle cara a los pacos”. No pensé, que ese fuese el día en el que comenzaría la revuelta. 

Me dispuse, como participante y como extraña, con mis cinco sentidos alerta, una de las facultades que me ha dado la antropología de posicionarme en mi entorno, aun cuando, no esté haciendo trabajo de campo. Caminé, con mi madre, del brazo, y si, percibí miedo, miedo en la población que caminaba como si el destino fuese bajar lo más al centro posible, aunque me puedan juzgar de poco objetiva, y mi título no me lo permita. Llegando a La Moneda, sonaban las sirenas policiales, jamás había escuchado tanta sirena junta, ni siquiera en el movimiento estudiantil del 2011 en mi calidad de secundaria movilizada. La alameda, estaba sucumbida en un ruido infinito, guanacos y zorrillos transitaban por la calle, con gases y agua que intentaban aplacar pequeños grupos que junto a lienzos se manifestaban por el alza del pasaje del Metro, una barricada en la entrada de la calle Ejército frente a la Universidad Alberto Hurtado había sido apagada por el chorro de la maquinaria policial, y unos pocos jóvenes encapuchados corrían por el bandejón, “¿por qué tanto ruido?”, nos preguntábamos en el mar de figuras humanas que transitábamos por nuestras grandes alamedas, “nos están metiendo miedo, quieren que nos de pánico el ruido, que pensemos que está pasando algo, pero no está pasando nada”, respondíamos.

Los metros ya estaban cerrados, por lo que observé desde allí, desde que en los héroes a las 13:30 de la tarde fue la evasión masiva que terminó con uno de los jóvenes golpeado en su cabeza, inconsciente en el andén, y que, a las mujeres adultas que clamaron a Fuerzas Especiales para revisar el estado del joven y avisar a algún familiar, se negaron y las reprimieron. ¿Acaso alguien pensaría que la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, cubierta de químicos y sonidos represivos se iluminaría horas más tardes?, ¿acaso alguna persona captaría en ese momento que habría un antes y un después luego del 18 de octubre?

Personal de Fuerzas Especiales se encontraba en las puertas de cada estación de metro, secundarios ya habían demostrado días antes su capacidad para romperlas, ingresar, evadir, recuperar el derecho al transporte público con la consigna “evadir, no pagar, otra forma de luchar”, por ellos, por ellas, por todos y por todas. Y ya, alrededor de las 20:00 horas, la gente seguía caminando, ya no era un mar, era un lago, y el ruido, así como la luz del sol, había disminuido. Fue cuando a las afueras del metro República comenzó a concentrarse pequeños grupos de personas, con cacerolas, y cucharas de palo, y al unísono, una sincronía de melodía, que no sabíamos que exigía, pero si la policía del gobierno nos había intentado atemorizar con el sonido de sus disparos y sirenas durante la tarde, nosotras los atemorizaríamos con el ruido de nuestras ollas y tambores, un sonido que rememoraba a quienes desde sus hogares se manifestaban en dictadura, una re apropiación popular del cacerolazo que las mujeres pitucas habían salido a manifestar a la calle, exigiéndole a Allende que les diera comida, y que las militantes del MIR respondieron tan valientemente, la cacerola, resignificada, re apropiada por el pueblo chileno. Esa misma cacerola, comenzó a escucharse cada vez más fuerte, y el personal de carabineros comenzó a retroceder, cayó la noche, y cayeron los espacios en las manos populares. 

Cambiaron los olores, al menos en esa esquina, cerramos Cumming y estábamos contentos, mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos, ancianas; también, piteaban las bocinas, celebrábamos y a las barricadas las alimentábamos, las cacerolas sonaban, mientras la alameda se iluminaba, no sabíamos si era una fiesta, ni entendíamos por qué no había policía, no fuese que quisiéramos destruir, pero si teníamos rabia, y alegría, porque nos sentíamos seguros y seguras, porque no nos estaban reprimiendo y podíamos manifestar lo que estábamos exigiendo, y así fue, como desmantelamos paraderos, y cómo prendimos cada basurero, el olor a plástico nos cerró el güergüero, y el metro república se llenó de revuelo, prendimos fuego, fuego al metro que nos había subido el pasaje, fuego que quiso decirle al Estado y al empresariado que ya era demasiado. En ese momento, no sabíamos que no eran los 30 pesos, pero si sabíamos que había algo más que eso, algo que, sin estar en todos los cuerpos de quienes estábamos en las calles, se sentía, se pulsaba, fue, como si los pies temblaran, fue, como si cada latido se manifestara, fue, como si ya nadie nos acallara, fue, para que nunca más nos aplacaran. 

Cayó la noche, pero no el pueblo. Llegó el estado de emergencia, y comenzó la insurgencia.

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