Hay que correr

Por Stefanía Romero R.

Antropóloga


Salimos a la calle luego de una noche intensa y cargada de incertidumbre. La mañana estaba soleada y hacía calor. Las calles de una tímida Providencia se encontraban invadidas por algunos valientes que habían llegado en sus bicicletas y para instalarse en la esquina de Obispo Donoso con Avenida Providencia, a sólo dos cuadras de Plaza Italia, con sus cacerolas y silbatos tratando de hacerse escuchar. Es temprano, a penas medio día. No logramos ver a carabineros, pero sabemos que vienen porque la gente empieza a correr…No. A escapar. Nuestro instinto nos dice que hay que correr. El aire se volvió pesado, las lacrimógenas –que no logramos entender por dónde llegaron– dificultaban nuestra respiración y nos impedían mirar bien el camino de vuelta a casa.


Algunas cuadras más adentro, logramos separarnos de todo ese caos que tanto nos atemorizaba. No somos de Santiago. No había locomoción y nuestra única opción era caminar por calles que no conocíamos confiando en que íbamos por buen camino y rogando que a nuestras madres no se les ocurriera llamarnos justo en ese momento, ¿para qué preocuparlas si están tan lejos?


Logramos avanzar por unas calles adornadas por hermosas y antiguas casonas bajo la sombra de un paraguas de verdes árboles, de esas calles bonitas que una encuentra en Providencia. A lo lejos, se escuchaban algunas cacerolas sonar. Sin mirarnos, decidimos seguir ese hermoso sonido de la revuelta callejera. Sentí que caminamos por varios minutos, pero la verdad es que no avanzábamos nada. Divisé el Parque Bustamante a un par de metros, pero Carabineros nos seguían los pasos y nos tocó volver a correr. ¿Era esto una cacería? ¿Por qué insistían en atacarnos si sólo íbamos caminando de vuelta a casa? 


Por fin, después de correr en círculos por algunas calles cortas y escondidas, llegamos al Parque Bustamante. Habían barricadas y jóvenes encapuchados. Cuánta falta me hacía en ese momento una capucha para poder respirar en paz. Entre ellos nos sentimos seguros. 

–Hay que pasar por aquí porque los cabros ni cagando dejan pasar a los pacos, vamos– dice mi amigo. 

Pasamos muy cerca del calor del fuego que se encendía aún débil y medroso. Entre quienes arrojan cachureos a la barricada para que agarre fuerza logro divisar una mirada conocida. Joven y encapuchado, un compañero y colega de profesión – y camarada de algunas noches de desmadre– estaba en pie de lucha junto al fuego. En mi interior me enterneció ver personificado de “encapuchado revolucionario” a una persona tan dulce y amable como él. 

–Encapuchado y todo, igual lo reconocí. Que triste, las capuchas no sirven de nada, y en la tele tanto color que le dan, si una igual los cacha.

–Qué vergüenza andar encapuchado y que te reconozcan igual – ríe mi acompañante. 

–¡Verdad! Quizás no debí saludarlo, pero es que pucha, igual bacán encontrarse así y, aparte, lo reconocí a penas lo vi, si ese weón no le hace daño a nadie, deberías conocerlo un día. 


Cruzamos Vicuña y ya empiezo a reconocer algunas calles –o al menos sus nombres me suenan. En Santiago Centro la cosa era crítica. Los semáforos no funcionaban y parecía el día después de la guerra, pero con la gente tratando de hacer una vida normal; aunque en sus caras se notaba el miedo y la angustia de estar en la calle en ese momento. Caminamos por Diagonal Paraguay hacía el poniente, pero había tanto tráfico y micros desviadas que no se lograban distinguir las esquinas de las calles, así que caminábamos a ciegas. Mi amigo se reía porque sabe que, en mi afán de ser siempre correcta, jamás cruzo a media calle y respeto siempre los semáforos. Ese día era imposible, así que, con temor, crucé varias calles corriendo.


No sé cómo llegamos a Marcoleta con Santa Rosa. Si, justo en la esquina del “voraz” ataque incendiario al edificio de ENEL. La noche anterior pasamos por exactamente la misma esquina pocos minutos antes del incendio. No se qué clase de magia hicieron, pero era imposible que quienes estaban en esa calle esa noche provocaran tan perfecto ataque. La gente paraba a sacar fotos. Nosotros hicimos lo mismo y creo que nos causaba cierto nivel de satisfacción. Seguimos caminando de forma paralela a la Alameda para evitar a los carabineros que parecían estar fuera de control e incapaces de actuar con criterio. A dos cuadras de casa, nos encontramos de frente al Instituto Nacional y nos tocaba correr de nuevo. Corrimos por Arturo Prat y veo a una madre con su hijo de unos 8 o 10 años en mitad de la calle. Ella con una cara de espanto y paralizada sin saber qué hacer. El niño llorando a gritos, sin poder abrir sus inocentes ojos y con las rodillas incapaces de sostenerlo. Difícilmente voy a olvidar su rostro, porque entendí su miedo, pero ese mismo miedo me impulsó a seguir corriendo sin prestarles ayuda. Desde aquí, entre lágrimas, espero me perdonen. 


Ya por fin en la esquina de mi edificio, Nataniel Cox con Alonso de Ovalle, tengo que suplicar a los uniformados que me dejen pasar sin hacernos daño “no soy de Santiago, vivo aquí, por favor, déjenme pasar, no queremos hacer nada”. Ha dos semanas de ese día, me ha tocado repetir esa misma frase al menos tres veces para poder llegar a mi hogar. 
       

Comentarios