La fiesta de la ira



Día primero de noviembre, alrededor de las seis de la tarde, salgo de mi departamento en Carlos Antúnez, a pasos de la avenida Providencia, para avanzar al encuentro de “La marcha más grade de todas II”. En mi camino hacia la plaza Italia, el epicentro por excelencia de las manifestaciones sociales en Santiago,  pienso observar desde una dimensión distinta la realidad que se me presenta a pesar de haber participado activamente en todas las anteriores. Mi atención no estará puesta en la canalización de mis fundamentos para participar de esta convocatoria. Ahora, quiero observar en perspectiva que es, lo que siendo tan obvio para mi hasta el momento, me pueda significar una nueva percepción de esta realidad. 

Al comienzo nada me parece distinto a un día normal. Persona caminando en todos los sentidos sin despertar especial curiosidad. Sigo un par de cuadras, comienzo a mirar las fachadas de los edificios con grafitis y afiches pegados, paraderos de locomoción pública destruidos, faroles y luminarias quebradas, señaléticas sacadas de cuajo, montones de escombros esperando ser retirados. Las mujeres y hombres que transitan a medida que sigo avanzando, ya no me parecen los mismos. Ahora advierto, sus pañuelos de diferentes colores en sus cuellos, algunos con silbatos en la boca, otros portando improvisados carteles, muchos llevan cacerolas, sartenes, tapas de ollas y palos o cucharas que las golpean como tambores. Entonces, aparecen los primeros sonidos que toman mi atención. Una suerte de ritmo que todos parecieran conocer y los une. 

Aparece, en mi horizonte inmediato, una muchedumbre, enarbolando banderas diversas. El sonido se hace cada vez más fuerte y se confunde con los gritos, aullidos, aplausos y cantos de la gente. He llegado al encuentro de miles de personas que parecieran estar celebrando algo, saltando solos o abrazados a otro u otros. Algunos, haciendo rondas tomados de las manos, incluso muchos danzando al ritmo del tamborileo y las palmas. Me parece que están felices, extasiados de alegría, aunque muchos llevan banderas negras de luto. Me acerco aún más, veo fumarolas oscuras no muy lejos, el ambiente se enrarece. Mis ojos comienzan a arder, a momentos se me hace insoportable, no queda otra que retornar para alejarse.

 Aquí pasa algo extraño la fiesta no era tal. La alegría no era lo que movía a la gente. Era la rabia en un rito catártico que no permite conocer su causa. Sin embargo, vuelvo a mi subjetividad que si conoce cual es la causa. Entonces, me llama la atención muchos de las y los que caminaban junto a mi, bajando literalmente de los barrios mas acomodados de Santiago; Las Condes y Vitacura principalmente. No fue difícil darse cuenta con solo mirarlos, sus ropas, sus modales, la forma de hablar, la apariencia física. ¿Por qué realmente irían ellos? ¿Pertenecen a los privilegiados de el país, o no?

En esta participación observo que las emociones colectivas pueden expresarse de manera distinta a las individuales aun cuando, el sentimiento puede ser el mismo lo cual, puede confundir su significado si no estamos inmersos en su cultura.  Pero también, pude darme cuenta que a pesar de no estar directamente afectado, La solidaridad en fundamental para la unión social.

Pero el estado afectivo en que se encuentra entonces el grupo refleja las circunstancias por las que atraviesa. No solamente los parientes más directamente próximos tocados aportan a la asamblea su dolor personal, sino que la sociedad ejerce sobre sus miembros una presión moral para que armonicen sus sentimientos con la situación. Permitir que permanescan indiferentes al revés que la golpea y la disminuye, sería proclamar que ella no ocupa en sus corazones el lugar al cual tiene derecho: sería negarse a sí misma. Una familia que tolera que uno de los suyos muera sin que sea llorado testimonia con este hecho que carece de unidad moral y coheción: ella abdica; renuncia a existir. Por su parte, el individuo, cuando está fuertemente aderido a la sociedad de la que forma parte, se siente moralmente obligado a participar en sus tristezas y sus alegrías; desinteresarse sería romper los vinculos que lo unen a la colectividad; sería renunciar a quererla y contradecirse.  (Durkhein, 1968, p.410)




[Fotografía de Claudio Figueroa]. (Providencia 2019). 

[Fotografía de Claudio Figueroa]. (Providencia 2019). 




Bibliografía
Durkhein, E. (1968). Las formas elementales de la vida religiosa. Buenos Aires, Argentina: Schapira. 






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